miércoles, 20 de agosto de 2014

La Paloma

Armando Fuentes Catón

¿Cómo es posible este milagro? Del cielo baja una paloma y visita mi casa cada día.
Bien sé que no lo hace por mí: yo no merezco tal prodigio. Viene porque han madurado ya los higos de la higuera. Pero jamás una paloma había llegado acá; nunca vi una tan de cerca. 
La paloma es de ésas que se llaman "trigueras". Sus patitas son color de rosa. Su pecho tiene la curva -y ha de tener la tibieza- de un seno de mujer. Cuando levanta el vuelo pone en el aire un tenue silbo. Así, pienso, debe sonar el aleteo de los ángeles. 
A fuerza de mirarnos, la paloma y yo nos conocemos ya. La oigo llegar y hago como que estoy escribiendo, pero la veo con el rabillo del ojo. Ella come, y luego asoma la cabecita entre las ramas. Pareciera decirme: "Ya me voy". 
¿Habrá en el mundo, digo, una mejor higuera que la mía, que da higos y da también palomas?

lunes, 18 de agosto de 2014

La carroza de oro

Armando Fuentes Aguirre

El semáforo cambia a rojo, y yo detengo mi auto.

Frente a mí ha quedado un coche de modelo viejo, opaca la pintura, desgastado.

Va en él una familia: los esposos delante, y en el asiento trasero sus dos pequeños hijos, niño y niña.

Algo dice el marido. Su mujer ríe; luego se inclina y le da un beso en la mejilla. Los niños ríen también.

Me doy cuenta de que he contado mal los pasajeros que van en ese viejo coche. Pensé que eran cuatro. No: son seis. Hay que contar al amor y la felicidad.


Cambia a verde el semáforo. Avanzamos, yo en mi automóvil, ellos en su carroza de oro.

viernes, 15 de agosto de 2014

Mercader del miedo


Armando Fuentes Aguirre

En la revista Living Truth, de la Universidad Católica de Washington, el controvertido teólogo Malbéne publicó un artículo que inquietó a ciertos círculos eclesiales norteamericanos. Dice en él:
 
"Todo comerciante maneja un determinado objeto de comercio: el leñador vende leña; el panadero, pan... Nuestra mercancía (la de los ministros religiosos) ha sido el miedo. Lo ponemos en el alma de nuestros feligreses, y luego les cobramos por librarlos de él. De ese miedo vivimos largo tiempo, pues vendíamos la esperanza de la salvación. Ningún hombre de religión puede ser ya un mercader del miedo. Todos debemos ser apóstoles del amor...".

jueves, 14 de agosto de 2014

Un abrazo al tío Quino y a Mafalda



He hecho muchas cosas de trabajo durante el día, pero todo el tiempo he tenido presentes las ganas de escribir, siquiera unas líneas, de gusto, de emoción, de felicidad, de orgullo, qué se yo, por el Premio Príncipe de Asturias otorgado a Quino. 

¿Qué quieren que les diga? Es como si hubieran premiado al tío más querido, al que siempre nos consiente, al que desde chicos hemos elegido como el cómplice más cercano. Así me siento.

Sé de memoria prácticamente todas la tiras de Mafalda (quién lo dude puede ponerme a prueba en este mismo instante) y es mi referencia bibliográfica más frecuente. Ella nació cuando yo estaba aprendiendo a leer, quiere decir que su realidad fue la realidad de mi infancia, sus preocupaciones las mismas que yo escuchaba en casa, y aunque seguramente no le entendía demasiado de qué hablaban -ni ella ni mis padres-, yo sentía que compartíamos un modo de mirar el mundo. O quizás ella me enseñó a mirarlo como aún lo miro: con pasión, con ganas de cambiarle tantas cosas, con ironía, con una cierta distancia que duele.

Ella nació cuando yo estaba aprendiendo a leer y logró, como Peter Pan, quedarse siempre con seis años. Yo no pude. Crecí y seguí leyéndola. Tengo una hija que también creció leyéndola (o escuchando mis "citas", pobre). Me hice mayorcita (por decir lo menos) y sigo leyéndola. Porque es parte de mi vida, de mi historia, de mi memoria (y ya saben cómo soy de obsesiva con el tema de la memoria), porque tuvimos un citroncito igualito al de su papá, porque tuve mi propio Guille (aunque a mi hermano le pusimos Pablo), porque tuvimos una tortuga y amigos que todavía hoy son nuestros compinches, porque me hace amar y odiar a la argentina que también soy...

Y porque sí, porque hoy quisiera abrazarlos a los dos: al "tío" Quino y a ella, escribo estas líneas apuradas y felices, sólo para decirles GRACIAS, e invitarlos a jugar a la plaza. ¿Dale que sí?


martes, 12 de agosto de 2014

Sí, quise ser Simone de Beauvoir


Sandra Lorenzano

Lo confieso este 14 de abril en que se recuerda un aniversario más de su muerte. He contado otras veces que pocas cosas me emocionaron más que el permiso de mis padres, cuando cumplí doce años, para leer todo lo que quisiera de la biblioteca de la casa, la de los adultos. ¡Todo lo que quisiera! ¿Se imaginan qué maravilla? Así que me lancé a leer sin orden pero con pasión lo que me resultaba más atractivo en ese momento: Cortázar y Roberto Arlt del lado de los argentinos, Arthur Miller y Tenesee Williams por el lado del teatro (en esa época pensaba que sería actriz), en una genial colección que publicaba Losada, Alfonsina Storni (por aquello de que se había suicidado frente al hotel que mi bisabuelo tenía en La Perla), Horacio Quiroga porque en la escuela no nos dejaban leer más que los Cuentos de la Selva… En fin, me volví una lectora tan caótica como he seguido siéndolo a lo largo de los años. Sospecho que entendía poco de las páginas y páginas que devoraba, pero como sabemos (Sylvia Molloy lo ha explicado mejor que nadie) “el lector” y “el escritor” surgen también de una pose. Y a mí, esa pose –la de la chica que lee trepada a las ramas de algún árbol, o tirada en el sillón del living- me encantaba.



Pero llegó el verano de 1974 con mis catorce años y un aburrimiento feroz. Me aburría como uno sólo se puede aburrir en la adolescencia: con todo el cuerpo. Me aburría en el club, me aburría en casa, me aburría con la gente, me aburría sola… Fue entonces cuando mamá bajó de uno de los estantes “Memorias de una joven formal”. ¿Astuta, mi madre, no? Pasé del aburrimiento a la obsesión: yo quería ser como esa chica y estudiar y leer y escribir y discutir de filosofía. Aunque “El segundo sexo”, que leí varios años después, fue clave para mí como para todas las mujeres desde que se publicó, siempre preferí su obra narrativa: “La invitada”, “Los mandarines”, “La mujer rota”, “Una muerte muy dulce”, “La ceremonia del adiós”

París estaba lejos, yo nací cuando Simone tenía más de cuarenta años, no me interesaba demasiado Sartre, pero el puente que mi madre tendió entre ella y yo fue de complicidades absolutas, de un compromiso con las mujeres que no necesitaba de etiquetas entonces ni las necesita ahora, de amor por las palabras.


Sí, confieso que quise ser Simone de Beauvoir.