He hecho muchas cosas de trabajo durante el día, pero todo el tiempo he
tenido presentes las ganas de escribir, siquiera unas líneas, de gusto, de
emoción, de felicidad, de orgullo, qué se yo, por el Premio Príncipe de
Asturias otorgado a Quino.
¿Qué quieren que les diga? Es como si hubieran premiado al tío más
querido, al que siempre nos consiente, al que desde chicos hemos elegido como
el cómplice más cercano. Así me siento.
Sé de memoria prácticamente todas la tiras de Mafalda (quién lo dude puede
ponerme a prueba en este mismo instante) y es mi referencia bibliográfica más
frecuente. Ella nació cuando yo estaba aprendiendo a leer, quiere decir que su
realidad fue la realidad de mi infancia, sus preocupaciones las mismas que yo
escuchaba en casa, y aunque seguramente no le entendía demasiado de qué
hablaban -ni ella ni mis padres-, yo sentía que compartíamos un modo de mirar
el mundo. O quizás ella me enseñó a mirarlo como aún lo miro: con pasión, con
ganas de cambiarle tantas cosas, con ironía, con una cierta distancia que
duele.
Ella nació cuando yo estaba aprendiendo a leer y logró, como Peter Pan,
quedarse siempre con seis años. Yo no pude. Crecí y seguí leyéndola. Tengo una
hija que también creció leyéndola (o escuchando mis "citas", pobre).
Me hice mayorcita (por decir lo menos) y sigo leyéndola. Porque es parte de mi
vida, de mi historia, de mi memoria (y ya saben cómo soy de obsesiva con el
tema de la memoria), porque tuvimos un citroncito igualito al de su papá,
porque tuve mi propio Guille (aunque a mi hermano le pusimos Pablo), porque
tuvimos una tortuga y amigos que todavía hoy son nuestros compinches, porque me
hace amar y odiar a la argentina que también soy...
Y porque sí, porque hoy quisiera abrazarlos a los dos: al
"tío" Quino y a ella, escribo estas líneas apuradas y felices, sólo
para decirles GRACIAS, e invitarlos a jugar a la plaza. ¿Dale que sí?