jueves, 14 de mayo de 2015

El maestro inicial

Juan Villoro



La semana pasada murió Miguel Donoso Pareja, escritor ecuatoriano que vivió exiliado en México y entendía la literatura con la desbordada generosidad de quien concede a los textos ajenos más importancia que a los propios.

Lo conocí en 1972, en el piso 10 de la Torre de Rectoría de la UNAM. Los miércoles se vaciaban las oficinas de Difusión Cultural y quedaba encendida una lámpara, como en un cuadro de Hopper, sobre la mesa del Taller de Cuento. A lo lejos, sumido en sombras, el estadio de Ciudad Universitaria parecía un escarabajo boca arriba.

Yo tenía entonces quince años y había escrito un cuento. Donoso no se sorprendió de recibir a un menor de edad; preguntó por mis autores favoritos, sonrió cuando mencioné a Julio Verne y asintió cuando agregué a Rulfo y Cortázar. Me trató con la seriedad que se le concede a un colega y quiso saber cuántos relatos había escrito. Para hacerme el prolífico contesté: "dos".

Pidió que los llevara el miércoles siguiente. Esa semana escribí a toda prisa un cuento sobre mineros que sufrían espantosamente y a los que deseaba salvar en mis páginas. Hombre político, que había padecido cárcel por sus ideas, Donoso detestaba la literatura panfletaria. El cuento de los mineros le pareció horrendo y el otro aceptable: "Se nota que es posterior", dijo, con la bonhomía de quien le atribuye a alguien de 15 años una etapa previa. Fue la única vez que se equivocó. Para quedar bien, "reconocí" que el cuento de los mineros era "más viejo". Entré a un taller de ficción con una mentira, pero aprendí que ahí sólo se decía la verdad.

Donoso nos convenció de que la crítica era una forma de la creatividad y que nada ayudaba más a un autor que descubrirle defectos. Carlos Chimal, Jaime Avilés y otros compañeros de generación se beneficiaron de su rigor. Ahí conocí a Luis Felipe Rodríguez, uno de los mayores astrónomos de México, que entonces escribía espléndidos cuentos de ciencia ficción. A propósito de Rodríguez, Donoso analizó a Bradbury y Lovecraft. En otra ocasión, un texto de atmósferas sensuales del arquitecto Luis Porter lo llevó a hacer una exposición de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Buscaba una estética propiciatoria para cada alumno.

En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño retrató el taller de poesía de Juan Bañuelos, que sesionaba los martes. La novela coral del taller de Donoso Pareja tendría que ser una saga tan movediza como la de Bolaño. Con ánimo de caballería andante, comenzó a impartir talleres en San Luis Potosí, Aguascalientes y Zacatecas, el triángulo de López Velarde. Crítico del centralismo, me invitó a conocer la provincia. Lo acompañé a talleres donde conocí a una cofradía de autores que nunca se ha roto.

Cuando reseñé su novela Día tras día, me permití hacerle algunos reparos. Algunos amigos juzgaron pretencioso que me atreviera a criticarlo, pero era lo que había aprendido en su taller. Él agradeció la nota, "sobre todo por las críticas".

En nuestras travesías en camión por el mundo de López Velarde, me hablaba de su vida de marino mercante, sus días en la cárcel, sus pasiones deportivas. Nunca le vi un gesto de vanidad. Disfrutaba como suyos los hallazgos ajenos.

Una relación de ese tipo se puede volver adictiva. A los 19 años concursé para ingresar al taller de Augusto Monterroso, que recibía tres alumnos al año, y fui admitido. Entonces Miguel decidió echarme de su taller, no por celos hacia el nuevo maestro ("un gran cuentista y un hombre sabio", me dijo), sino para acabar con mi dependencia. Seguir ahí era como usar muletas cuando ya había sanado la fractura.

Bajé los diez pisos de la Rectoría por las escaleras, para demorar el desastre de entrar en una vida sin el taller de los miércoles. La última lección del maestro fue la más dura y la más significativa: tendría que criticarme a mí mismo.

Años después, cuando ya había vuelto a Guayaquil, sus alumnos le hicimos un homenaje en San Luis Potosí. Escuchó nuestras ponencias y dijo con calma: "Ya saben que me gusta corregir". Acto seguido, sometió los elogios a un insólito taller.

En noviembre de 2014 fui a Quito para participar en otro homenaje a Miguel. Pensaba verlo, pero el médico le impidió hacer el viaje de Guayaquil a la capital. Lo saludé por teléfono, recordándole lo mucho que le debía. Él hizo las bromas de quien evade el sentimentalismo. La llamada fue casi festiva; ambos sabíamos que no volveríamos a hablar, pero optamos por lo que nos unió desde que yo tenía 15 años: la ficción.

Mi mente no colgará esa llamada.

miércoles, 13 de mayo de 2015

¿Suerte, destino, casualidad?

Gaby Vargas


Hay llamadas del alma que salvan la vida.

Corrían los inicios de los años 1960, cuando Antonio se citó con su amigo Juan José en el bar del restaurante de moda en la Zona Rosa, llamado La Ronda, para tomar juntos una copa después de trabajar. Mientras charlaban, Antonio sintió algo e interrumpió a su amigo:

- "Permíteme tantito, tengo que hacer una llamada", le dijo, y se dirigió a un teléfono público que funcionaba con una moneda de 20 centavos y se localizaba a unos cuantos metros del lugar.

Mientras marcaba el número, escuchó una explosión que salía de la cocina del restaurante y vio que invadía la zona de la barra. Antonio se quedó perplejo al percatarse de que el fuego alcanzaba el lugar en donde él se encontraba segundos antes.

Era una explosión de gas, en la que su amigo Juan José murió trágicamente junto con otros parroquianos.

Todos conocemos alguna historia como la anterior, en la que la intuición, el presentimiento o algo inexplicable nos lleva a saber cosas que no se sabe por qué se saben.

- "Supe que algo no estaba bien con mi hijo de dos años que jugaba con sus primos; fui a verlo y en ese momento se estaba ahogando con una canica que pude sacarle de inmediato", me cuenta Verónica. ¿Suerte, destino, casualidad?

A esta clase de "coincidencias" se les llama intuición, a la que diccionario define como: "Facultad de conocer, o conocimiento obtenido, sin recurrir al razonamiento; percepción clara, íntima, instantánea de una idea o verdad, como si se tuviera a la vista y sin que medie razonamiento".

Einstein decía que "la intuición es lo único que realmente vale". Quizás a lo que Einstein se refería es a que ese sexto sentido está anclado en lo más profundo del ser humano, aunque en la mayoría de nosotros se encuentre dormido.

Tiene que ver con el saber del alma, con un saber que nos revela que hay algo más grande y misterioso que impulsa nuestra vida.

La ciencia concuerda en que el universo es un cúmulo de energía que se interconecta; desde la más densa y sólida como las piedras, hasta la más sutil, como el latido de nuestro corazón o las vibraciones que emanamos y percibimos de otros.

Todo pulsa con vibraciones, y en el estado natural y sano de las cosas hay un flujo de sincronía universal.

Es por esto que físicamente influimos unos en otros como constantes estaciones de radio que emiten información. Esto nos convierte en torres transmisoras y transductoras de energía, queramos o no.

Ésta es la razón por la que las mariposas monarcas migran cada año por la misma ruta sin conocer por anticipado su destino; la razón por la que los peces nadan hacia arriba y contracorriente, y por la que los osos hibernan. Todo en la naturaleza se desarrolla para su propio bien.

La revelación intuitiva es un regalo natural en el ser humano; ése es nuestro privilegio y puede darse en cualquier momento. Se manifiesta mediante palabras, imágenes, sentimientos o sensaciones viscerales.

Sólo que para que el ser humano pueda comprenderla con mayor claridad requiere de un trabajo personal, de confianza, que le permita reconocerla y escucharla.

Una vez que aprendes a confiar en las señales que tu cuerpo te envía, comenzarás a apreciar la información que recibes, no sólo acerca de lo que sucede a tu alrededor sino en tu cuerpo.

Escúchalo, por ejemplo, si cuando vas a cierto lugar sientes un dolorcito en el estómago, o si te agotas cuando estás con determinada persona, tal vez se trate de llamadas que pueden salvar tu vida.

martes, 12 de mayo de 2015

Un bel morir

Jorge Volpi

Morir no es tarea sencilla, como sabían los antiguos. Y en nuestra época continúa sin serlo: pese a los avances médicos y tecnológicos, y en ocasiones a causa de ellos, pocas veces se alcanza esa "dulce muerte" -en el sueño- o esa muerte súbita que la mayor parte de los vivos anhelamos. Por el contrario, un alto porcentaje de la población de las naciones avanzadas, y uno significativo en países como México, termina sus días en hospitales o clínicas tras largas semanas o meses de agonía, o en "casas de retiro" para ancianos, sometidos no sólo a los peores dolores sino a la indignidad de una vida inútil o a cargo de los otros.

Como escribe Atul Gawande en Being Mortal: Medicine and What Matters in the End (2015): "Para la mayor parte de la gente, la muerte sobreviene sólo después de una larga lucha médica contra una condición a fin de cuentas insalvable -cáncer avanzado, demencia, enfermedad de Parkinson, una falla progresiva de los órganos (por lo general el corazón, seguido en frecuencia por los pulmones, los riñones y el hígado)-, o bien la debilidad acumulada por la vejez. En estos casos, la muerte es segura, pero el tiempo no lo es. De modo que cada uno lucha contra esta incertidumbre, con el cómo, y cuándo, aceptar que la batalla está perdida".

La muerte de mi padre hace casi ocho meses, tras años de dolor y paulatina pérdida del sentido de la vida, no ha hecho sino afianzarme en una convicción muy antigua: entre los derechos humanos consignados en las legislaciones globales y locales tendría que incluirse por fuerza el derecho a la propia muerte. A decidir cómo y cuándo morir, si el azar no indica otra cosa. El derecho al suicidio, sí, pero en especial el derecho a la muerte asistida, a la eutanasia.

Por desgracia, en pleno siglo XXI seguimos a la sombra de una oscura moralidad judeocristiana según la cual la vida es sagrada y hay que conservarla, como un regalo de Dios, hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta que Éste decida, en un postrer acto de gracia, arrancarnos de nuestros sufrimientos.

Durante largo tiempo la Iglesia consideró el suicidio como el peor de los pecados, al grado de negar la sepultura a quien se atreviera a cometerlo, y la muerte asistida y la eutanasia continúan teniendo algunos de sus mayores detractores entre los religiosos.

La eutanasia activa -es decir, la muerte provocada por el médico en casos extremos- sólo es legal en Bélgica, Holanda, Luxemburgo y, en algunos casos, en Colombia; la eutanasia pasiva -que sólo elimina los tratamientos para prolongar artificialmente la vida- se ha extendido a más lugares y, en nuestro país, ya se admite en el Distrito Federal, Aguascalientes y Michoacán; por último, la muerte asistida o suicidio médicamente asistido (PAS, por sus siglas en inglé
s) se encuentra regulado en Suiza, Alemania, Albania, Japón y en Oregon, Montana, Washington, Nuevo México y Vermont en Estados Unidos.

No encuentro una sola razón por la cual impedir que los adultos puedan determinar las condiciones en que sus vidas se les tornan invivibles: ¿qué caso tiene prolongar la agonía de un ser querido, o negarle la sustancia que podría acortar su sufrimiento o, cuando éste ya no es capaz de decidirlo por sí mismo, determinar que un médico haga lo necesario para acabar con su días?

Particularmente iluminadora me resultó la reseña de Marcia Angell al libro de Gawande publicada en The New York Review of Books. En ella, ésta cuenta que su marido, Arnold Relman, médico como ella, siempre estuvo a favor de la muerte asistida. Pero cuando enfermó de un severo melanoma que disminuyó enormemente sus facultades mentales, se vio imposibilitado para solicitarla, por lo que debió morir en medio de grandes dolores. Tras esta experiencia, la doctora Angell se confiesa ahora no sólo como una decidida abogada de la muerte asistida, sino de la eutanasia, convencida de que esa hubiese sido lo decisión de su marido.

En muchos sentidos continuamos bajo los parámetros morales de la Edad Media. Pero la vida no es un don divino, sino lo único y más valioso que tenemos. Un mínimo reconocimiento a nuestra razón, a nuestra capacidad de conferirle sentido a nuestros días (y a dejar de hallárselo), así como a nuestra dignidad humana, tendría que pasar porque se reconozca legalmente nuestro derecho a buscar ese bel morir decidido por nosotros o, en caso extremo, a que un médico compasivo nos arranque del dolor.