Con los años, la fiebre de vivir tiende a volverse apacible, y aunque nos mueva el diario azar, nos emocionen las cosas que parecen triviales y encontremos placer en el coloquio del pan con el desayuno, en la conversación y las fábulas, ni se diga en la luz de nuestros bien amados, de repente los días se confunden entre sí y nos confunden. Porque, muchas veces, a pesar del torbellino, se parecen.
Cuando nos toman los sesenta años, y con ellos la amenaza de una credencial del Inapam, el descuento en el transporte, el paso del simple nombre al previo “maestra” que no pasó por más examen que el del tiempo, una especie de maldición piadosa se va empeñando en aconsejar la prudencia, la mesura, la serenidad. Contra esta última, he decidido no batallar. Más aún, todos los días me empeño en buscarla. Incluso a lo que lastima, al dolor y la muerte misma, uno se sabe en el deber de enfrentarlos con serenidad. Tanto así que de repente hay que detenerse. ¿Esto que siento es la heroica serenidad o es simple indiferencia? Porque del mismo modo en que se busca una, hay que huir de la otra. Hasta el último día ha de espantarnos el mal y herirnos la infamia. Igual que hemos de temblar frente al abismo de la alegría y el ímpetu del bien inesperado.
Vivimos en un mundo que no quiere pensar en la vejez sino como algo que asusta, en un mundo que quiere el todo o nada, que se empeña en las cremas y los artilugios al tiempo en que nos regatea el derecho al ridículo, al temor, al llanto. Todo ese sentir es asunto de jóvenes. Los de sesenta ya no lloramos porque sí, ni podemos bailar en la calle o dar brincos de euforia. En las revistas de modas y en los aparadores la ropa se muestra en gente joven. Las becas, los incentivos, los trabajos están diseñados para la gente joven. Todo principio parece patrimonio de otros. Parece que a uno le toca repetirse o cosechar, que sólo se inaugura la nueva crema para el cuello o la condición de abuelos, que cuando nos preocupa qué será del país en treinta años hemos de notar en otros la certeza de que no estaremos para verlo. Empezamos a tener, en la lista de nuestros seres queridos, tantos vivos como muertos. En nuestros libros más la tendencia a recontar el pasado que a inventarlo. ¿Para qué indagar en el siglo diecinueve, si el veinte ya también queda lejos? Si lo que nos gustaba es la añoranza ya no es cosa de inventarla, con evocar tenemos. Y de los sueños, ni qué decir: correr un maratón, bucear, escribir una saga, prometerse leer completo el diccionario de María Moliner, ¿a quién, que no tenga veinte años, se le ocurre semejante locura? Hay muchas puertas que hemos cruzado por última vez, y eso no queda más remedio que aceptarlo. Sin embargo, cuando lo pienso, me toma el cuerpo una furia empeñada en abrir otras. ¿Cuáles? Las que se pueda, aun si para eso hay que correr el riesgo del ridículo, del fracaso, del miedo.
Hace tiempo, inventé el conjuro que una abuela hereda a su nieta para que ella, a su manera, lo repita cuando se haga de una mecedora en la que ha de cobijar su vejez y sus recuerdos. Esto dijo la nieta, un día, junto al hombre que diez páginas adelante le hizo la maldad de largarse: Yo me comprometo a vivir con intensidad y regocijo, a no dejarme vencer por los abismos del amor, ni por el miedo, ni por el olvido, ni siquiera por el tormento de una pasión contrariada. Me comprometo a recordar, a conocer mis yerros, a bendecir mis arrebatos. Me comprometo a perdonar los abandonos, a no desdeñar nada de todo lo que me conmueva, me deslumbre, me quebrante, me alegre. Larga vida prometo, larga paciencia, historias largas. Y nada abreviaré, que deba sucederme: ni la pena ni el éxtasis, para que cuando sea vieja tenga como deleite la detallada historia de mis días. Creo, ahora, quince años después, que “larga vida” no se puede prometer, y que lo del “deleite” es demasiado decir. Quizás debí dejar “entretenimiento” o “diversión”. Y debí ahorrarme el comprometedor “detallada”, porque puede entenderse como puntualizada, más que como empeñada en salvaguardar los detalles.
Pero no voy a detenerme en las correcciones sino en el compromiso que inventé darle a una mujer a la que a ratos debería parecerme. Yo no quiero, aunque a veces lo olvide, dejar pasar el bien y la fortuna, el fervor y los desafíos, sin aceptarlos. Más aún, sin buscarlos. Por eso es que un martes de noviembre me puse mi disfraz con dibujos de Tonanzintla y me fui a cantar Arráncame la vida, al Auditorio Nacional, con Joaquín Sabina.
Desde que nos conocimos, hace no tanto tiempo, nos gustó hacer ruido, hasta la madrugada, en lo que él bien llamó noches de antros y cantinas. Con quienes nos presentaron, dos héroes a los que ni se nombra de tan excepcionales, íbamos y seguimos yendo de parranda. En una de esas, hace años, fue que Sabina me retó con lo del Auditorio Nacional, pero yo nunca lo tomé muy a pecho. Cantábamos y ya. Con tantísima confianza que desentonar se volvió una intimidad más. Todo menos ir a comprar pastillas para no soñar. Hace poco, un domingo de cumpleaños, volvió a pedírmelo y volví a decir no. Que si tendría o no huevos, que si ovarios, que si cuánto nos queremos, que si había terminado un libro nuevo. Y no. Un libro nuevo, no. ¿Qué entonces? Por toda respuesta pasé el lunes distraída en el asunto. Si es juego, me dije, si ya no hay posibilidad de retozar todos los días, si aquí tiene Joaquín, en la palma de su mano y las audacias de su lengua, una invitación a la alegría, ¿por qué le voy a tener miedo? Sobre todo, ¿por qué voy a dejar que pase de largo una llamada a lo insólito?
En la mañana del martes, durante el desayuno que puede volverse un tribunal, se discutió tanto el tema que el atónito señor de mi casa se detuvo con reticencia frente a la pura duda. Si estaba tan clara la barbaridad, ¿para qué desgastarse en contemplarla? Era Sabina jugando. Ni de chiste pidiendo en serio. Y era que en mí debían caber la cordura y la prudencia. Mi hijo condescendió con la mirada. Mi hija dio sus razones a favor y yo las oí como hubiera querido decirlas. Ninguno de los tres podía ir, estaban llenos de quehaceres, así que me tomó la libertad por su cuenta. Y tuve a bien ponerme a temblar de gusto. No había ensayado nunca, fuera de las escaleras de mi casa y los antros de amigos.Los músicos que acompañan a Sabina son sabias gentes acostumbradas a la irrupción de uno que otro desvarío, pero no necesariamente a andar teniendo que aprenderse la música de un tango, que parece bolero, para que lo cante una escritora despistada. Sin embargo, yo le escribí a Jimena diciendo que sí llegaría. Y Jimena es la patria de Joaquín. Alrededor, dice él, no hay nada. Más que, sin duda, un trajín de luces con el que ella va y viene, convoca y acompaña. Estuve a las siete, en el ensayo. Con mis zapatos bajos y un suéter rojo. Me pasó a dejar el historiador que tenía una conferencia en torno a los derechos humanos y una responsabilidad del tamaño de mi irresponsabilidad. Iba asustado. “¿No te duele el pie? ¿No te arde la garganta?”, preguntó. A todo le dije que no, para despreocuparlo, para quitarle las ganas de echarme en una bolsa y protegerme de mí. Pero a todo hubiera podido decir sí, porque en efecto me dolía un pie, me ardía la garganta, tenía chueca la espalda y lejos los tacones, pero, todo ese mal, justo hasta que llegamos y se me olvidó todo. Una orquesta de genios dedicándome el tiempo. El piano, el acordeón, las guitarras, el más guapo de todos los jefes de escena y yo tan divertida. Casi como si fuera algo normal. Maraqui, la empresaria, la custodia y el alma del Auditorio, llegó con su risa y su aplomo a darme un camerino y la paz. Ahí pusimos los tacones, el vestido y la vejez. Dos cosas para sacarse al escenario y otra para dejarla en un rincón. Toda la escuela del circo que fue la calle donde crecí, revivió en mi memoria con una actualidad irreverente. Si les había cantado a los abuelos, a los tíos, a los primos, a mis hermanos, al colegio completo, ¿qué público podría ser más arduo? Catalina llamó diciendo que había dejado su junta porque no quiso perderse el lío. Luego vinieron las mariposas de lo inaudito a deshacer entuertos y todo fue correr hacia la fiesta. Joaquín tenía chispas en los ojos y dijo unas palabras del tamaño de la generosidad con que vive. Luego hizo magia con la risa y su juego. Cierto que hay amigos en cuya audacia se trama un tesoro. Sin duda en él. Y en quienes de quererlo, hasta aplaudieron con el juego.
La noche tenía bríos. Faltaban dos días para la luna llena. ¿Qué más? Cuando terminó el concierto y salimos rumbo a la oscuridad, Catalina me dijo con un tono que sólo le conozco a su voz: “Se habla mucho de las alegrías que les dan los hijos a los padres, pero poco de las que dan los padres a los hijos. Gracias, ma”.
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