miércoles, 5 de noviembre de 2014

Y los cíclopes se tocan. Pepe Gordon

En estos tiempos en los que celebramos los cien años de Julio Cortázar, vale la pena recordar uno de los momentos magistrales de la novela Rayuela, en donde el Cronopio Mayor nos recuerda lo que quiere decir tocarnos:

"Toco tu boca, con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja."

En el momento del beso los "pre-juicios" nos hacen creer que estamos viendo los dos ojos de nuestro ser amado. Cortázar nos revela que en ese instante (si tenemos los ojos abiertos), desde esa distancia nuestra percepción es necesariamente cubista. Cortázar describe cómo se acercan las miradas, los ojos se agrandan y los cíclopes se miran. Las bocas se encuentran y luchan tibiamente con un perfume viejo y un silencio. En medio de las caricias, las bocas se llenan de flores y de peces, de movimientos vivos de una fragancia oscura. Cortázar remata: "Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua".

¿Qué correspondencia hay entre tocar con palabras, tocar al otro mediante el poder de la literatura y tocar físicamente el temblor del cuerpo de un ser querido? Curiosamente, la ciencia nos dice que esa cercanía es mayor de la que imaginamos. De acuerdo con los estudios en neurociencia de Naomi Eisenberg (UCLA), las áreas del cerebro que registran el dolor físico se activan también cuando alguien se siente herido en una relación amorosa. En el libro La Era Humana. El mundo que creamos (2014), la ensayista Dianne Ackerman dice que esa es la razón por la cual el abandono nos lastima el cuerpo. La clave está en el cingulado anterior dorsal en el cerebro, en una zona que registra tanto el rechazo como los golpes físicos.

Ackerman subraya las similitudes en diversas culturas -desde las que se comunican en armenio hasta las que lo hacen en mandarín-en el uso de imágenes de dolor físico para describir dolores amorosos: hablamos de aplastante, devastador, paralizante, golpe que nos rompe... Los estudios revelan que la terminación de una relación amorosa, la indiferencia de los otros o una pérdida, disparan ese tipo de sensaciones como si fueran las asociadas con dolor de estómago o un hueso roto.

Lo contrario también sucede. El neurocientífico James Coane (Universidad de Virginia), ha realizado interesantes investigaciones que muestran cómo cuando nos tocan físicamente, nos tocan también el alma, por decirlo así. En sus experimentos se dio un shock eléctrico -en el tobillo- a mujeres que tenían relaciones comprometidas y relativamente plenas. Los estudios registraron la ansiedad preliminar y el nivel de dolor durante los shocks. El procedimiento se repitió con una variante: se dieron los shocks mientras las parejas les tomaban la mano. Dice Ackerman: la electricidad era la misma pero producía significativamente menos dolor. Incluso se daba una menor respuesta neural en el cingulado. En las relaciones con problemas no sucedía este efecto.

Desde esta perspectiva, ver y tocar a nuestros queridos cíclopes, nos hace cambiar la respiración: baja la presión sanguínea, mejora la respuesta ante el estrés, se suaviza el dolor físico. Al mismo tiempo, en plena correspondencia, las palabras nos tocan: "Tus labios coinciden con mis trazos".

No hay comentarios.:

Publicar un comentario