José Gordon
Cuando nos toman una fotografía hay una presencia invisible que también aparece en el cuadro: es el ojo del que retrata, del que encuadra, busca el ángulo, enfoca y revela lo que está detrás de una persona. Hay que recordar que la etimología de la palabra persona es máscara. Se trata de ver el alma que moldea un rostro. Si el retrato es afortunado, nos quedaremos con las palabras del poeta Antonio Machado: "El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas. Es ojo porque te ve".
Eso es justamente lo que ocurre con el libro de Carlos Fuentes titulado Personas, (Alfaguara, 2012) de reciente publicación. En el centro de estos retratos verbales se encuentra la mirada de personas, de creadores y pensadores que marcaron la vida de Fuentes. El escritor mexicano enciende las neuronas de la empatía para tratar de entender con todo y claroscuros cómo se ve el mundo desde los ojos de seres queridos como Alfonso Reyes, Luis Buñuel, William Styron, Pablo Neruda, Ignacio Chávez, Susan Sontag o María Zambrano. Los retratos son íntimos y penetrantes. En varios casos el dibujo que sorprende es factible gracias a la cercanía de la amistad. Entre estos trazos destaca su entendimiento de Julio Cortázar. El relato comienza de manera magistral: "Como sucede, lo conocí antes de conocerlo". Cinco años después de encontrarse con él mediante la lectura, lo visita en París. Le impresiona "un rostro animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí". Esa es la máscara. Lo interesante es lo que intuye que moldea a la persona: las cejas "están dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada".
Fuentes dice que Cortázar tenía los ojos tan largos porque podían mirar la realidad paralela, a la vuelta de la esquina. Ahí se encontraba un vasto universo latente, inminente, con la promesa de la contigüidad de los seres: la mirada de Cortázar quería ver el lado invisible de las cosas. Fuentes recuerda sus caminatas con Cortázar por el Barrio Latino en París, para tratar de encontrar una película que no habían visto. Podía ser también una película antigua que Cortázar ya había visto varias veces pero que volvía a ver como si fuera la primera vez. La clave de esos ojos, dice Fuentes, es que adoraba todo lo que le enseñara a ver, todo "lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande".
Si Fuentes puede apreciar este rasgo es porque la constelación de sus amigos gira alrededor de la búsqueda de conocimiento: desde sus maestros universitarios, a los que rinde homenaje, hasta el dramaturgo Arthur Miller o el economista Kenneth Galbraith, la constante son miradas atentas que nos llevan más allá de los límites estrechos que traban la convivencia individual y colectiva.
Al igual que con Cortázar, Fuentes se asombra ante la capacidad de admiración de Susan Sontag, ante su deseo de investigar lo desconocido de manera implacable. Escribe Fuentes: "Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo -que no una concesión- de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer".
Fuentes también dibuja las miradas que conoció a través de los libros. Al retratar se retrata. Le impresiona particularmente Simone Weil en su ensayo La Ilíada. Poema del poder. Dice Fuentes: "Me aprendí de memoria las lecciones que Simone deriva de Homero: Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre". Una lección que debería ensanchar, aunque fuera un poquito, la percepción de lo que vivimos en estos días.
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